The Sun

Me levanté de mi cama a mitad del día, el sol en su punto más alto dándome en el rostro entre los rayos que entran por mi cortina. Me levanté con el cuarto en penumbras a pesar de la agresividad del sol. Sabía que algo andaba mal, mi vista no tan buena lo veía, lo presentía. Mis ojos desenfocados por el sueño idóneo miraron hacia los lados, dándome cuenta del rojo, el rojo que cubría mis paredes antes rosas como el atardecer. Las paredes que habían representado mi inocencia, mi pureza, todo mi ser, se habían puesto carmesí. Abrí mi boca con asombro, quería gritar, sollozar, pero no podía. Mi voz no salía, sentía todo mi cuerpo paralizado. El miedo se había posado sobre mí como un manto, abrigándome, manteniéndome opresiva como entre la espada y la pared, pero a pesar de ello, del miedo agonizante, tenía que levantarme.


Sabía que tenía que hacerlo, así que con el tambaleo de mis piernas me levanté de la cama. Con la presión en el pecho corrí hacia la puerta, aunque el rojo intentara perseguirme me escapé de él y abrí la puerta hacia el pasillo de mi casa. Allí todo estaba oscuro, mucho más oscuro que mi cuarto. Llamé el nombre de mi madre, grité el de mi hermano, pero ni siquiera el eco de mi voz pudo suplantar el silencio ensordecedor. Con cautela atravesé el pasillo, todo mi cuerpo temblaba. No sabía ni por qué sentía miedo, no sé si era por lo oscuro del pasillo, el silencio del lugar o por lo carmesí que se suplantaba en las paredes de mi cuarto. Solo sabía que me subía un escalofrío por la espalda, quería vomitar, huir, cualquier cosa menos estar aquí.


Aun así, me armé de valor y seguí hacia la sala del lugar. Cuando entré, la luz del lugar me cegó por un instante. A pasos lentos seguí hasta quedar entre la boca del pasillo y el medio de la sala. Cuando recuperé la vista, miré alrededor de mí. Las paredes antes blancas linóleas, antes blancas como los lirios, ahora eran rosas como el atardecer. Las paredes que habían representado mi inocencia, mi pureza, todo mi ser, ahora estaban en la sala de mi casa. Aterrorizada seguí moviendo mi cabeza a todos lados, a todas partes, pensando que es un mal sueño, tengo que estar soñando. Entonces lo oigo, con el corazón en la boca me giro y allí parado en la cocina lo veo a él, el ser grotesco que ha hecho todo esto. Anoche un hombre, hoy algo desconocido lleno de escamas con una boca larga recordándome a las serpientes.


Él me devuelve la mirada, yo lo veo, sigo sus ojos claros como el olivo hacia el medio de la sala y ahí los veo, a mi familia, a mis seres queridos, sentados en los sofás grises de la habitación. Mi madre, una guerrera de terracota con cuatro brazos y cuatro pies, faltándole un trozo de la cara que la noche anterior estaba allí. Ella me devuelve la mirada con lo que queda de su rostro, sus ojos color miel ahora grises me ven de adentro hacia afuera, sin vida, sin esperanza, sentada allí abrumada. A su lado mi hermano, un embaucador de ojos brillantes ahora opacos llenos de lágrimas, su boca en una sonrisa llenada de dientes amarillos por la sangre que le gotea de la cabeza.


El aliento se escapó de mi boca, el asombro de tales imágenes era tanto que caí de rodillas. El llanto no se hizo esperar. Con ira volví mi mirada hacia aquella cosa, él me seguía mirando expectante, esperando a que le reproche algo, a que me abalance sobre él para que tenga la razón. No lo hice; sin embargo, con el pesar de todo mi cuerpo corrí hacia el umbral de la puerta. Él me persiguió. Sabía que no debía ser cobarde dejando a mi familia atrás, pero no podía quedarme más tiempo en aquel lugar.


Corrí abriendo la puerta de golpe hacia el balcón, allí me arrastré a la barandilla y grité a todo pulmón. La gente pasaba debajo de mí, los escuchaba hablar entre ellos mientras caminaban. No me veían, no me oían, era como si hubiera una barrera entre nosotros. Oí su risa mientras se acercaba, así que en mi desesperación traté de bajar las escaleras. Abajo de estas, nuestro perro guardián con sus ojos claros llenos de súplica me miró. Quería ayudarme, pero sabía quién estaba detrás de mí. Aquella cosa desde el principio le tenía miedo y ahora tan solo baja la cabeza en reconocimiento.


Ahí me di cuenta, él me había alcanzado pisándome los dedos de los pies para que no escapara, cortando mis talones, dejando un rastro tras nosotros mientras me arrastraba hacia la penumbra de mi hogar. Traté de zafarme, golpearlo, traté de hacer algo luchando por una libertad imaginaria sin tener en cuenta que mis manos ya no respondían, como si ellas ya no fueran parte de mí, como si sostuvieran todo el peso del mundo.​​​​​​​​​​​​​​​​


Cuando llegamos, me arrojó sobre el sillón naranja en medio del caos que no había visto antes, un naranja como las hojas del otoño, abrazándome, encadenándome en el lugar que él deseaba que estuviera. Frente a mí se sentó en un sofá gris igual que los demás, fingiendo ser como nosotros. Allí sentado debajo de la ventana con el sol en su punto más alto, miré mejor su apariencia, viéndolo desenmascararse ante mí: un ser de dualidades y misterios, dos rostros en un solo cuerpo, cuatro ojos que me miran desde cada rostro, uno representando una humanidad falsa, el otro una culebra negra que me hace tener pavor. Las escamas ilustres reflejándose con la luz del sol, es como si me hubieran quitado una venda de los ojos ante tal revelación.


Aquí sentada es como si todas las verdades del universo se me hubieran sido reveladas mientras el sudor frío baja por mi frente. Él me mira y yo le devuelvo la mirada asustada, desesperada, en pánico. Aún riéndose de mí, burlándose de mi dolor mientras miro a mi alrededor a mi familia que ya no reacciona. Todo esto es una tortura. Hemos dejado entrar al demonio a nuestra casa sin saberlo y aquí está sentado entre nosotros bajo el umbral de la ventana con los rayos del sol en su punto más alto. Nos mira riéndose macabramente de nuestro sufrimiento, pintando perversamente las paredes de nuestra casa mientras dormíamos con él a nuestro lado sin saber quién se escondía debajo de la piel del hombre perfecto.


Ahora aquí sentado, desenmascarado a su propia voluntad luego de hacer lo que quiso con nosotros. Aquí sentada viéndolo entre nosotros dejando de fingir mientras se burla, la vergüenza y la ira suben por mi torrente sanguíneo ante tal humillación. Justo en ese instante, junto a la cacofonía de su risa, lo escucho: el graznido de un cuervo. Alzando la cabeza lo contemplo, aquel animal parado en la ventana de una manera tan normal en esta situación tan aberrante. Él, con sus ojos rojos como las paredes de mi cuarto, me examina con curiosidad inclinando la cabeza en confusión.


En ese mismo periodo la risa de esa cosa se detiene en desconcierto, dirigiendo sus ojos ante lo que contemplo con tanta admiración como para ignorar su presencia. Él mira al cuervo y el cuervo le devuelve la mirada. De ahí él se dirige ante mí con sarna, clamando, maldiciéndome, diciéndome que soy el cuervo, que el cuervo es una imagen símil de mí, profetizando desde que me levanté de mi cama a mitad del día, el sol en el punto más alto dándome en el rostro entre los rayos que entran por mi cortina.​​​​​​​​​​​​​​​​


Levantándome con el cuarto en penumbras a pesar de la agresividad del sol, sabía inherente en lo que me había transformado. Incrédula me vi a mí misma esclavizada en aquel sillón naranja como las hojas del otoño, mirando mis extremidades, dándome cuenta de que me crecían plumas lúgubres por los costados. El cuervo graznaba con más intensidad mirándome con esos ojos intensos color carmesí mientras esa cosa seguía repitiendo lo mismo una y otra vez, allí sentado frente a mí burlándose, blasfemando.


La vergüenza y la ira suben por mi torrente sanguíneo ante tal humillación. Justo en ese instante, junto a la cacofonía de su voz, yo grité lanzándome sobre él, atacándolo sin darme cuenta de que mis brazos antes inútiles eran alas, sin percatarme de que mis piernas antes desangradas ahora eran garras, y ahora inadvertidamente que había perdido mi humanidad.


Atónita me posé sobre la ventana, sobre la cabeza de aquella cosa con el sol dándome en la espalda ahora plumífera, asimilándolo todo. Cegada por una nueva apariencia, una nueva visión del mundo, mirando las paredes antes blancas de la sala de mi casa, hoy al mediodía rosas como el atardecer. Girando mi cabeza a todos lados, aterrorizada seguí moviendo mi cabeza a todos lados, a todas partes pensando que es un mal sueño.


Entonces lo oigo, lo oigo con el corazón en la boca. Me giro y allí sentado lo veo a él, el ser grotesco que ha hecho todo esto. Su cara humana mirándome con ojos viriles reflejándose con la luz del sol. Me mira y yo le devuelvo la mirada asustada, desesperada, en pánico. Aún riéndose de mí, burlándose de mi dolor mientras miro a mi alrededor a mi familia con ojos grises sin vida, sin esperanza, abrumados mientras las paredes rosas los oprimen.


Mientras se burla, la vergüenza y la ira suben por mi torrente sanguíneo ante tal humillación. Justo en ese instante, junto a la cacofonía de su risa, grazno mirando hacia abajo. Me veo sentada con la cabeza alzada, me contemplo sentada en aquel mueble naranja de una manera tan agonizante en una situación tan desesperante. Yo, con ojos tan blancos como los lirios, como lo eran las paredes de mi sala, me examino con ansia inclinando la cabeza en confusión.


Dándome cuenta de que la risa jamás se detuvo, que yo nunca estuve sentada frente a él y que aquella cosa se reía con más fuerza mientras miraba alrededor de mi sala graznando, levantándome a mitad del día. A mitad del día, el sol en su punto más alto dándome en la espalda entre los rayos que entran por la ventana, me resigné con el corazón en penumbras. A pesar de la agresividad del sol, sabía que posada en el umbral de la ventana, escuchando su risa estridente, viéndome a mí misma sin vida, sabía que algo malo había ocurrido. Mis ojos desenfocados llenos de lágrimas lo presentían.

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