Mariposa Blanca.

La muerta no estaba muerta.


Charlotte había rebobinado la secuencia de hechos del 23 de noviembre, dos días atrás, y la cara que había plagado los periódicos de los noventa podía verse claramente a través de los ojos de la persona que más la conocía.


Era indudablemente ella.


Stella.


Nadie le creería, pero ahí estaba su silueta. Sin embargo, ¿como había hecho para volverse invisible cuando, por años, fue la persona más destacable después de su desaparición en 1994? ¿Cómo escapó del psicópata que ya había dejado una larga lista de cuerpos mutilados antes de ella? Todas estas preguntas plagaban la mente de la policía, y una la perturbaba al punto de calar frío a sus huesos: ¿de quién era el cadaver que encontraron en las cloacas de Madrid y cerró el caso de la desaparición que duró más de cinco años?


Cuando todo esto sucedió, ella a duras penas se consideraba una policía por la falta de reputación y experiencia. Pasaba por los meses más duros de su vida después de perder a su madre a manos del cáncer cuando conoció a Stella en un bar a la vuelta de su pensión.


Dos Whiskies después y estaban enteradas de los detalles más importantes de su día a día. Tres Whiskies después, y Charlotte sabía en lo que se metía cuando la besó. Dos meses después, las maletas de Stella llegaron a su apartamento para ser vaciadas y empolvadas en el armario del sótano. Cinco años brillantes, y luego vinieron los problemas que resolvieron con una separación, y luego sucedió su desaparición.


Finalmente, hallaron el cadáver al que le atribuyeron su nombre.


Stella Blanc.


La misma que caminaba por la Avenida Diagonal, más viva que nunca.

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