Ella de cabellos negros rondaba por la cumbre de aquella lejana loma. La luz de la luna iluminaba su rostro moreno y ojeroso, curvado desde su lumbar hasta su cervical, desfigurado por algo indiferente de los años, algo oculto.
Un lobo hambriento a la luz de la luna sólo podía significar peligro. Éste se escondía en la hierba grisácea, se camuflaba y con la paciencia de un cazador experto removía la tierra bajo sus garras.
Una mujer y un lobo. Un asesino despiadado y una mariposa débil.
Ella saltó hacia la figura del can, sorprendiéndolo por completo. Se agarró a su pelaje y arrancó su piel. Su cuerpo cual arma, envolvió al lobo y lo atravesó con su brazo izquierdo. Los gemidos, la sangre y la luz de la luna adornaban el lugar.
La mujer usó todo su rostro y lo introdujo en el estómago del lobo, logrando que el animal de su último respiro. Se deleitó con los órganos tibios del ser y gozó de su festín, finalmente en cálido silencio.
A lo lejos, una pequeña niña perdida presenció toda la escena, ella sólo estaba buscando a su madre. Su cuerpo entero reaccionó al ver esa figura familiar devorando al animal salvaje. Comenzó a transpirar helado, se paralizó de pies a cabeza y las lágrimas brotaron desesperantes.
"Mamá" quería gritar. Ni una palabra salía de sus labios pálidos. La noche sólo proporcionaba una ventisca gélida y un silencio interrumpido por los sonidos horripilantes al remover tejidos viscosos con tus fauces. Las lágrimas salientes de la pequeña la abrumaron tanto que tuvo que suspirar por aire, soltando un estruendo dirigido directamente a los oídos de la fiera.
La mujer levantó su cabeza del vientre del animal. Su rostro estaba manchado por un líquido rojo y pedazos de tejidos colgantes en sus cabellos cual adornos. Sus labios estaban irritados por haber hecho contacto descuidado con los ácidos gástricos, lo que producía que se mezcle su propia piel con la del animal, terminando en una miscelánea escarlata. Miró en dirección del sonido, ella denotaba una mirada inhumana con dotes únicamente depredadores; esclerótica rojiza, iris de noche y pupilas inexistentes.
El peso de mil rocas se posó sobre la indefensa niña al conectar miradas con su madre. Quería correr, quería gritar, no sólo lo quería; lo necesitaba. Las más remotas fibras de su ser se removieron, conspiraron para mover al menos un músculo; pero, lo único que consiguieron es temblar. La pequeña sentía el pavor en sus huesos y no podría combatirlo aunque quisiera.
Lentamente, la mujer cargó su propio peso en sus extremidades y avanzó con dificultad hacia la pequeña. Los movimientos que sus brazos hacían eran físicamente imposibles; capaces de fracturarse en otros cuerpos, pero no en el de ella. Avanzó con peligrosos ángulos e hizo que sus ramas secas sigan en camino. Su mirada jamás abandonaba a la niña. El silencio ahora plagado del sonido de huesos rotos y torcidos.
Un hilo de saliva caía por sus labios maltratados mientras avanzaba. A su paso dejaba una estela de sangre, viceras y tela saliente de su vestido rasgado. El camino que la separaba de la pequeña se hacía más corto, y al acercarse más se podían ver las lágrimas brotando de ambos seres.
Al estar frente a la niña, un único pensamiento cruzó la mente de la mujer. Moría por hacerlo. Se despojó del espacio que las separaba y la abrazó. Besó su cabeza y disfrutó del momento. Cerraron sus ojos y sonrieron sin darse cuenta, sus propios cuerpos cobraron conciencia y se alcanzaron para prometer nunca dejarse ir de nuevo.
Ambas cubiertas de sangre y otros sentimientos gozaron del momento y apartaron sus miedos. Madre e hija reunidas finalmente.